Empecé mi trabajo por la lectura y extracto analítico de todos los libros españoles y algunos extranjeros que directa o accidentalmente trataron de las bellas artes, ordenando por nombres, fechas y profesiones sus noticias, para asegurar la cronología y evitar confusión. Ya se ve que en este trabajo cuidaría de aprovecharme de las luces que había recogido Palomino, a quien no debo negar que es debida alguna parte de mi colección; como lo es también a la diligencia del ilustre viajero, que por su celo infatigable hacia las artes españolas, supo hacerse tan acreedor a la gratitud y al respeto de sus apasionados. Así que el ''Museo pictórico'' de D. Antonio Palomino y el ''Viage de España'' de D. Antonio Ponz fueron el principio y término de esta parte de mi trabajo, útil a la verdad, pero también muy penoso <sup>(1)</sup>.
Cuidé después de buscar cuantos escritos inéditos hubiese en esta materia para extractar sus noticias; y entre lo poco que hay de esta especie tuve la buena dicha de hallar el libro manuscrito ''De la pintura antigua'', escrito en portugués por Francisco de Holanda, pintor del rey de Portugal, y traducido al castellano por Manuel Denis año de 1585 <sup>(2)</sup>: los apuntamientos originales de D. Lázaro Diaz del Valle <sup>(3) </sup> y de los dos Alfaros <sup>(4)</sup>, de donde había tomado Palomino mucha parte de sus artículos <sup>(5) </sup> sin disfrutarlos del todo: las memorias auténticas de la antigua academia sevillana <sup>(6)</sup>: y otros manuscritos muy apreciables por la abundancia y autenticidad de sus noticias <sup>(7)</sup>.
Mas a pesar de esta abundancia siempre echaba de ver la necesidad de completarlas por otros medios, si no penosos, por lo menos más difíciles para mí, pues que ya no bastaba contar con mi propia diligencia y trabajo, sino que era menester asociar los de otras personas y que solo por urbanidad y amor a las artes querían prestarme algún auxilio.
No era difícil adivinar que las más apreciables memorias de nuestros artistas dormirían en los archivos de las iglesias, monasterios, ayuntamientos y cuerpos públicos con las contratas celebradas para las obras de adorno. ¿Pero qué manos serían capaces de sacarlas de tantos, tan dispersos y tan cerrados depósitos?
Con todo, sin desmayar por esta dificultad, y lleno de confianza en mis amigos y en los de las artes y las letras, acometí tan ardua empresa. Reconocí por mí mismo todos los archivos <sup>(8) </sup> que me proporcionó mi permanente o casual residencia en varias ciudades de España: obtuve del favor de algunos amigos y literatos que reconociesen otros muchos <sup>(9)</sup>, y me franqueasen sus apuntamientos, y por este medio enriquecí mi colección con un gran número de artículos del todo nuevos, y logré ilustrar los demás, de una manera que solo puede explicar mi misma obra.
Aumentada así su materia, restábame todavía examinar por mí propio las obras originales para descubrir sus autores, ya fuese por las firmas y signos que dejaron en ellas, o ya por su estilo y manera, comparados con otras ciertas y conocidas de la misma mano. Los profesores y amantes de las artes saben cuánta luz se puede adquirir por este medio, que a los que no lo son parece tan aventurado.
Pero el sabio y juicioso observador de las obras del genio sigue en este punto indicios, tanto más correctos, cuanto son más en número los puntos de analogía y semejanza. Estos puntos o extremos, aunque imperceptibles a los que no están acostumbrados a buscarlos, se presentan con mucha claridad al ojo hecho a analizar las obras y a compararlas, porque la manera de los artistas se extiende a muchos objetos, y se puede señalar muy decididamente en uno u otro. La composición, el dibujo, el colorido dejan ver a cada paso los grupos y actitudes que adoptó, las formas, proporciones, escorzos y partidos que amó, las tintas, los colores locales, los claros y las sombras que prefirió cada autor. Los paños, la vagueza, el ambiente, los accesorios y otros mil accidentes descubren también la manera de los autores. Y sobre todo si el artista tiene un carácter decidido, como sucede a cuantos llegaron a alguna excelencia, no puede dejar de conocerse en el vigor o debilidad, en la osadía o timidez, en la impaciencia o lentitud de su pincel o cincel, y en un cierto gusto de tocar o expresar, de acelerar o corregir, de concluir o abandonar su trabajo, que no puede esconderse al observador inteligente. Así que, mientras el más vulgar aficionado distingue el descarnado dibujo y ceniciento colorido del Greco de la dulce y delicada manera de Vicente Joanes, el diestro profesor sabe discernir a la primera ojeada la fuerza y el ambiente de Velázquez de la gracia y carnes de Murillo, y la exactitud en los extremos de Alonso Cano de la naturalidad y fisonomías de Gregorio Hernández [Fernández].
Por mi parte reconozco de buena fe, que debí a este recurso mayor fruto del que al principio me prometía, pues que a fuerza de continua y cuidadosa observación, y al favor de aquel tino y discernimiento, que suele dar el hábito de analizar, logré, no solo distinguir las copias de los originales, y las obras genuinas de las apócrifas y supuestas de cada autor, sino también determinar la mano de muchas obras, antes anónimas y desconocidas. Y como mis diferentes viajes y destinos me hubiesen presentado sucesivamente la ocasión de reconocer y observar cuantas obras de algún mérito existen en Cádiz, Sevilla, Córdoba, Badajoz, Granada, Murcia, Valencia, Valladolid, Toledo, Madrid y Sitios reales, ya expuestas al público, ya guardadas en colecciones y casas particulares <sup>(10)</sup>, pude dar por este medio no poco aumento y mucha certidumbre y autoridad a mis noticias.
Por último, apurados todos estos recursos, ocurrí a la tradición, inquiriendo con gran cuidado, así de los aficionados, como de los artistas ancianos, que tuve ocasión de tratar en varios pueblos de España, cuantas noticias conservaban y quisieron franquearme acerca de las obras de sus maestros, discípulos y contemporáneos, y procurando ilustrar sus relaciones con la averiguación de la patria, nacimiento y muerte de los artistas a que se referían, ya por los libros parroquiales, ya por los protocolos públicos, y ya por otros medios que me venían a la mano. Y debo también confesar que mis descubrimientos se adelantaron mucho por este medio, singularmente en los tiempos a que no alcanza la obra de Palomino, y que comprehenden los artistas de alguna nota que pertenecen a nuestros días. De forma, que por mi frecuente conversación con estas personas, por mi correspondencia con otras, por el auxilio de mis amigos, por el favor que me proporcionaron de los suyos, y por una constante, si me es lícito decirlo así, importuna y porfiada diligencia en seguir y adelantar este trabajo, logré una colección de noticias tan abundante, que si en esto solo se cifrase el mérito de mi obra, pudiera lisonjearme con el público de que le ofrecía la mejor que era de esperar en la materia.
Fuéronlo por cierto en mis investigaciones, así como los otros profesores de las bellas artes; pero confieso que nunca me resolví a darles lugar en la publicación de mi obra. Por lo mismo que la arquitectura sobrepuja a las demás en la necesidad, la importancia y los varios destinos de sus obras, me parecía que las memorias de sus profesores pedían un trabajo separado y más detenido. Prescindiendo del carácter peculiar que presenta la arquitectura griega, la llamada gótica, la árabe, y la restaurada del primer tiempo, a que el señor Ponz dio el nombre de plateresca, el arte que en general se aleja demasiado por su índole de todas las bellas artes, si de una parte se levanta por la sublimidad de sus teorías al nivel de las más altas ciencias, de otra vemos, que reducida a un puñado de reglas prácticas y triviales, se sume y confunde entre los oficios del más sencillo y grosero mecanismo. La grandeza misma, la muchedumbre y la publicidad de sus monumentos, pertenecientes a tan distintas edades, levantados en tan distintos puntos, y dedicados a tan diferentes usos, dificultaban también en gran manera, así la averiguación de sus autores, como la calificación de su mérito. Y por último dividida en tantos ramos, en que ni tiene por objeto la imitación, ni por término el placer, me parecía sumamente arduo discernir y fijar el atributo que debía adjudicar a sus autores mi obra. Porque ¿cómo me atrevería yo a excluir de ella los arquitectos militares, los hidráulicos, los de puentes y calzadas, y otros semejantes, ni tampoco a incluir a los meros maestros de obras, aparejadores y albañiles?
Por dicha, los deseos del público no quedarán defraudados en esta parte, pues mientras más vacilaba yo, detenido en tan justas consideraciones, supe que una mano más diestra había acabado ya tan ardua empresa, y que las memorias de nuestra arquitectura estaban escritas por un literato, cuyo nombre solo les da la más alta recomendación. Años ha que el excelentísimo señor D. Eugenio Llaguno había desempeñado este trabajo, de que yo tuve la primera noticia por una de las notas al elogio de D. Ventura Rodríguez, publicado en 1790 <sup>(11)</sup>, en que tan justamente se ensalza su mérito. Posteriormente he logrado ver y disfrutar este precioso manuscrito, en que los aficionados a la arquitectura tendrán algún día el placer de leer unas memorias, que en nada desmienten la exquisita erudición, y el delicado gusto que su sabio autor acreditó en varias obras, que ya disfruta el público. Y si yo fuere capaz de concurrir en alguna pequeña parte a su ilustración con las noticias, que mi diligencia pudo descubrir, las agregaré con el mayor gusto en crédito de mi veneración a la memoria de tan respetable caballero y de mi reconocimiento a las honras que me dispensó en su vida. ¡Ojalá que otra pluma, encargada de compilarla, describa a la posteridad las prendas y virtudes que la adornaron y que reclaman para este digno sujeto el más distinguido lugar entre los hombres beneméritos de la nación, de la literatura y de las artes!
He aquí la razón de lo que contiene y aun de lo que no contiene mi obra. Réstame ahora darla del orden en que he distribuido sus noticias.